10 mayo, 2011
Había una vez una tablet que quería entrar en la Argentina. Era negra, tenía una pantalla táctil de 10 pulgadas y venía de China con una etiqueta que decía: US$ 350. Sus gastos comenzaron ni bien salió del país oriental: tuvo que pagar 4 dólares para viajar en barco hacia la Argentina, además de un seguro equivalente al 0,35 por ciento de su valor (es decir, 1,24 dólares).
Entonces, le cambiaron su etiqueta por una que decía CIF –que no es un limpiador multiuso, sino las siglas inglesas de Costo, Seguro y Flete– con la inscripción US$ 360,24. Su precio comenzaba a incrementarse. Luego de un tiempo en altamar, a lo lejos, divisó el puerto de Buenos Aires. Soñaba con bailar tango y visitar el obelisco para probar su app de realidad aumentada.
Allí se encontró con una señorita que la cautivó o, mejor dicho, la tuvo cautivo, hasta que se presentó: “Me llamo Aduana y deberás pagar el 16 por ciento de tu valor“. La etiqueta de nuestra Tablet subió rápidamente: hubo que añadirle 57,64 dólares.
Después, se encontró con otra señora, la AFIP, quien le dijo: “Espere, falta abonar el Impuesto al Valor Agregado (IVA), del 10,5 por ciento“. Y tuvo que cambiar de nuevo su etiqueta, esta vez agregándole US$ 43,88. La suma, hasta el momento, daba 417,88 dólares.
Cuando salió de la Aduana, se enfrentó a otros gastos. La comisión para el despachante, 4,3 dólares (1 por ciento), más costos extras del 2 por ciento. La etiqueta ya le pesaba mucho, totalizaba 429 dólares.
Nuestra tablet creía que el periplo había concluido, pero en realidad llegó a la casa del distribuidor, quien le sumó un 10 por ciento de margen de ganancia (US$ 47,70) y 3,5 por ciento de Ingresos Brutos. Luego se reencontró con un viejo conocido, el IVA quien le añadió 10,5% una vez más, pero esta vez fueron 51,84 dólares. De todas formas, ese tal IVA nunca le cayó muy bien.
Sólo le faltaba el ITF, un nuevo personaje más conocido como el Impuesto a las Trasacciones Financieras o simplemente “Impuesto al Cheque”. Ni bien se lo presentaron, ITF siguió sumando numeritos a su etiqueta, que ya estaba bastante pesada: 1,2 por ciento.
Al final, nuestra amiga fue a parar a un comercio. Ya le habían comentado otras amigas tablets que seguramente allí terminaría su largo viaje. Sólo quedaba que remarcaran por última vez su precio. Fue del 35 por ciento, que es el margen de ganancia de quien la cobijará hasta que consiga un lugar definitivo.
Un día, pasó un muchacho y la vio allí, en la vidriera. El romance fue instantáneo. El chico acarició su pantalla táctil, hasta le hizo sentir algunas cosquillas y ella casi se tilda de la emoción. Miró la etiqueta y le dijo al vendedor: “Me la llevo”. Y así, nuestra amiga vivió un largo tiempo junto a su nuevo amigo, paseando por la plaza, la universidad y el trabajo.
Hasta que en su app de correo sintió la llegada de un mensaje de la tarjeta de crédito. Allí vio su precio final: 3.026,23 pesos. Hizo rápido la cuenta, gracias al convertidor de monedas: US$ 745,38. “Un poquito más del doble de lo que costaba en China, acá sí que me valoran“, pensó.
Y ambos vivieron felices durante muchos megaciclos, hasta que su dueño no pudo instalarle la última versión de Android y fue publicada en un sitio de subastas, donde sí la vendieron a su valor original.
¡Y colorín colorado, este cuento ha terminado!