12 diciembre, 2013
Prácticamente, cualquier lista que se precie en la que se hable de los mejores videojuegos de la historia incluye al Doom, el juego que llevó a la fama a ID Software y a sus creadores, John Romero y John Carmack. Hace muy pocos días se cumplieron nada menos que 20 años de su lanzamiento original para PC, en una época en la que estas máquinas eran casi por completo grises y su principal utilidad era hacer hermosos gráficos de torta y de barras para tipos en traje. ¡Fíjense en las publicidades de la época si no me creen!
Así y todo, Doom logró hacerse famoso a través de una red social antigua como la humanidad: el boca en boca. La gente que lo jugaba se lo recomendaba a los amigos o los invitaba a jugarlo en su computadora, transformándolo en una pasión en tiempo récord. Elogiado y aclamado universalmente tanto por la crítica como por los jugadores, sin duda alguna, Doom marcó un antes y un después en la historia de los videojuegos. Pero… ¿puede un juego cambiar la vida a una persona? Yo creo que sí. A continuación les cuento como este juego cambió la mía.
Toda mi infancia vivi en Don Torcuato, en la zona norte de Buenos Aires y me la pasé jugando videojuegos en mi amada Commodore 64, la cual aún poseo y funciona. Respiraba, soñaba, hablaba y comía pensando en ellos, sin embargo cuando mi compañera gris dejó de tener juegos por haber pasado inevitablemente su ciclo de vida comercial, disminuyó la cantidad de tiempo que pasaba jugando. La adolescencia hizo que replantee la cantidad de tiempo que pasaba jugando y pensar en hacerme famoso como disc-jockey, junto con mis amigos. Éramos un auténtico desastre, pero nos divertíamos a pesar de no ganar un centavo.
Al terminar la secundaria conseguí algunos trabajos pequeños con los cuales ahorré lo suficiente para volver a rescatar mi pasión dormida, estamos hablando del año 93-94, y el mercado de los videojuegos estaba dominado por la Sega Genesis pero debido a su alto costo tuve que conformarme con un clon llamado “Songa“. Volví a juntar algo de dinero, esta vez con la intención de comprar más equipos para seguir pasando música con mis amigos de forma más “profesional”. Hasta que un día pase por el frente de una tienda de electrodomésticos en la ciudad de Munro y mi cabeza explotó casi literalmente. Allí había una computadora con su gabinete blanco y su monitor también de color blanco, corriendo un juego increíble, con colores y gráficos como nunca los había visto, con un realismo insuperable y una velocidad demoníaca: estaba viendo DOOM. Me quedé varios minutos extasiado viendo el juego y en mi mente sólo había un objetivo: jugarlo hasta que me sangren los ojos.
Al llegar a mi casa, comencé a buscar en las revistas “Gamepro” para saber más de este juego que no podía sacar de mi cabeza y me entero que sólo se podía jugar en PC, esas aburridas “máquinas de oficina” que no corren juegos deslumbrantes. Para colmo, los pocos juegos que había visto (descontado Doom claro está) eran algunas viejas aventuras gráficas en monitores monocromo o Wolfestein 3D en un monitor blanco y negro, sin ningún audio ya que en el momento era un lujo tener una placa de sonido. Nada más me importaba en ese momento: yo quería jugar Doom.
Consulté a mi amigo Facundo qué hacer con el dinero, si debía comprar más equipos de audio para nuestro proyecto de DJs o comprarme una PC, y con toda la sabiduría del mundo me dijo que vaya por la computadora, con la mirada cómplice del amigo que te dice “no estás para eso”. Así es como a través de la mítica revista “Segundamano”, busqué precios y terminé yendo a un local de computación en Parque Patricios donde conseguí una “poderosa” 486DX4 de 100 mhz con 4 megas de RAM y un disco rígido de alrededor de 80 megas, con DOS instalado, con un mouse gris de bolita Genius más la placa de sonido, una Soundblaster en caja con todos los chiches de la palabra de moda de esa época: “multimedia”. Puede ser que toda mi computadora completa, con monitor de tubo incluido, me haya costado unos 600 pesos, lo cual para la época era bastante dinero.
Antes de retirarme del local tiré LA pregunta: ¿tenés el Doom? La respuesta negativa del vendedor tiró mis ilusiones abajo, no tenían copias del juego y no sabían dónde conseguirlo. No me quedo otra que esperar al día siguiente en los que recorrí varios lugares en la estación de Don Torcuato hasta que encontré en varios diskettes de 3 y 1/2 la segunda parte del juego de mis sueños (no sabía que existía un 2) a un valor que no recuerdo, pero que seguro no me importó pagar.
Tras la casi interminable instalación y con los nervios propios de la ansiedad todo lo que me había imaginado sobre el juego se había quedado corto: nunca había escuchado sus sonidos, solo lo había visto en una vidriera. Comienza la pesadilla de bajar al infierno en Marte y la machacante música tecno de fondo llena mis oídos mientras tomo el joystick (sí, jugué Doom con un joystick tipo palanca de vuelo) y me dispongo a combatir. Cada disparo, cada recarga de la escopeta, cada grito de las bestias al morir o los barriles explotando eran una patada en el pecho y en mis oídos. ¿Cómo explicar la adrenalina de ser perseguido por cientos de bestias que nos disparan al mismo tiempo o el terror que me causaban esos densos pasillos oscuros y metálicos, con luces que titilan y gritos a la distancia? Las paredes teñidas de sangre y los graffitis demoníacos que vaya a saber quién pintó en toda la base hacían que cada paso genere una mezcla de miedo y curiosidad por saber qué más me esperaba a la vuelta de la esquina. Todo lo que había imaginado estaba encerrado en este demencial laberinto de bits, y todo lo que había buscado en un juego durante años lo encontré en Doom 2.
El magistral diseño de los niveles, totalmente alejados de la linealidad que hoy domina el mercado de los FPS, la atmósfera, la música, todo se juntaba para darme cuenta de que estaba frente a una auténtica maravilla de los videojuegos, de esos que salen cada una cierta cantidad de años y que marcan una tendencia, un camino. Sus texturas pixeladas y los personajes en formato mapa de bits pueden parecer anticuados hoy, pero cuando antes nadie se había animado a hacerlos de forma tan precisa les puedo asegurar que el salto de calidad visual me dejó anonadado, y realmente me sentía estar atrapado en una base en Marte combatiendo a demonios infernales. Gracias a la obra maestra de ID Software me había dado cuenta no sólo que la PC tenía buenos juegos sino que muchos de ellos eran infinitamente mejores y más profundos y complejos que los que había para las consolas del momento.
Así fui descubriendo infinidad de maravillas y mi romance con las PC comenzaría para convertirse en mi única plataforma de juego durante más de 10 años, el que luego amplié cuando decidí volver a las consolas como un pequeño coleccionista. ¿Se puede decir que Doom 2 cambió mi vida? Suena pretencioso y hasta ridículo, pero en alguna forma puedo decir que sí, porque este juego cambió lo que en algún momento era “uno más” de mis pasatiempos en ser mi “pasión de tiempo completo”, lo que en definitiva terminó llevándome a involucrarme más y más en el ámbito de los videojuegos. Tan grande es la pasión que encendió en mí que años después logré empezar a trabajar dentro de la pequeña pero potente industria de videojuegos de Argentina, como diseñador de videojuegos primero y luego como periodista especializado, gracias a lo cual ustedes me están leyendo y yo recordando aquellas épocas en las que no existían ni placas de video especializadas y en las que la “cultura gamer” todavía no estaba establecida.
Homenajeemos hoy –luego de 20 años de su aparición– a Doom, uno de esos juegos que hizo que el gaming llegue a más personas y crezca para ser lo que hoy es, la industria de entretenimiento que más dinero mueve en el mundo. Con permiso de Duke Nukem yo digo “Hail to the king Doom, baby!!“.