26 marzo, 2010
A Steve Jobs le chorrea carisma: cualquier cosa que presente en el escenario de sus keynotes será vista como revolucionaria, increíble, perfecta. Por más que Apple invente una piedra a baterías, tendrá un séquito de fanáticos listo para adquirirla y llenar la red de comentarios positivos. Ahí hay un problema.
Por cuestiones estéticas los bauticé como los cerrados, pero en Internet se conocen como fanboys: consumidores tan leales que rozan lo ridículo. Estos personajes no son exclusivos de la compañía de Jobs (Nintendo tiene su propia versión), aunque sí los más entusiastas. Comunidades enteras se dedican cada día a rezarle a San Apple, e incluso existen sitios de noticias especializados en las últimas novedades que salen desde Cupertino.
¿Cuál es el problema? No es tanto la lealtad en sí, sino la posición acrítica de este tipo de consumidores. De ser un cerrado a un conformista hay un paso bastante corto, y ahí está el peligro. Una vez que nos dedicamos a conformarnos ciegamente con lo que las empresas (sobre todo las de informática) intentan vendernos, la innovación comienza a frenarse. Ser un cerrado implica resignar uno de los pocos poderes que todavía tenemos como consumidores dentro del mercado: no comprar el producto si no lo vale.
Pero el título de este editorial lleva plural: la categoría de cerrados también sirve para describir los productos de Apple. Esta compañía se caracteriza por mantener un sistema privativo en sus dispositivos, asegurándose el control tanto sobre el hardware como sobre el software de éstos.
Con el iPhone y el nuevo iPad, sin embargo, este enfoque tomó mayores dimensiones: el sistema privativo no se aplica ahora para asegurar la estabilidad y la compatibilidad, sino para multiplicar los ingresos mediante la venta de aplicaciones. La famosa tablet de Steve Jobs tiene recursos de sobra para correr un sistema operativo con todas las letras, pero no lo hace porque no le conviene.
¿Tiene sentido limitar el hardware de un dispositivo de esta forma? Por supuesto que Apple está en todo su derecho de hacerlo. Pero nosotros, como consumidores, tenemos la última palabra.
Por Agustín Capeletto. Editorial publicada en USERS #228.